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Historias de Almería: La Luz de Almería

Historias de Almería: La Luz de Almería
Rincones
07/11/2016

El calor apretaba ese día con insistencia. Era tal el bochorno y la pesadez que había en el ambiente, que ni las moscas tenían fuerza para volar y molestar con su zumbido incansable. Daniel estaba echado en su cama y la vista clavada en la pantalla de su móvil. Sus dedos, se movían frenéticamente por la superficie, escribiendo a toda velocidad: “Hoy mi padre nos ha dicho que nos vamos a pasar el verano a no sé qué pueblo de Andalucía. He intentado por todos los medios convencerlo para quedarnos, pero no me hace ni caso. Dice que nos va a venir bien, que me va a encantar y blablablá. En fin… No contéis conmigo para la fiesta de Marta ni para la casa rural. No sé ni siquiera cuándo vamos a volver… Menudo verano me espera.”

ALMERÍA
“¿En serio? He visto Almería en la tele mil veces y es un desierto horrible y aburrido. ¿Qué he hecho para que me hagáis esto?” Como al resto de sus comentarios, sus padres hicieron oídos sordos. Daniel, resoplando de pura frustración, volvió a apoyarse en el respaldo de su asiento y se puso los cascos mientras comprobaba si por fin su teléfono reaccionaba y conseguía atrapar algo de cobertura, pero no hubo suerte. Miró por la ventanilla, aburrido, deseando estar en cualquier otro lugar mientras kilómetros y kilómetros de lo que a él le parecieron descampados llenos de matojos, se extendían hacia el horizonte.

Su padre lo despertó con un zarandeo, anunciando que habían llegado. Cuando abrió los ojos, tuvo que volver a cerrarlos casi de inmediato, pues había demasiada luz y le quemaba. Se incorporó  y, más lentamente, entreabrió los ojos para ver en qué horrible lugar iba a pasar el verano.

UN LUGAR HORRIBLE
Nunca había visto nada así. Apenas había ido a la playa tres o cuatro veces en la vida y nunca había visto ninguna como aquella. En lugar de fina arena dorada, tenía una arena que parecía hecha de minúsculas piedrecillas que acababan por darle un tono más bien grisáceo a la superficie. El mar, estaba embravecido y el color del agua, en lugar de ser del azul intenso que debería, se veía prácticamente negra. Casi no se veía un alma en las calle y apenas treinta casas, no más, formaban el pueblo. Miró a sus padres con incredulidad, pero estaban tan preocupados de saludar a los caseros y sacar las maletas del coche, que ni siquiera repararon en él.

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CABO DE GATA
La casa eran dos habitaciones, un baño y una cocina-salón-comedor. Todo era incómodo: había que tender la ropa en lugar de meterla en la secadora, si querías comprar algo, debías andar hasta el barrio de al lado y, lo peor de todo, en casi ningún lugar de la casa su móvil captaba la señal de internet. Hasta el tercer día no cesó el horrible viento frío, pero ni con la promesa de un día de playa, Daniel quiso salir de casa. Cuando sus padres se fueron, Daniel se sentó en una silla en la esquina de la cocina, junto a la ventana, pues aquel era el único lugar en el que había conseguido señal, pero aquel día no tuvo tanta suerte: aunque su móvil parecía captarla, no pudo mandar ni recibir ni un solo mensaje. Intentó hacer de todo: leer, escuchar música, jugar a la consola e incluso limpió su habitación. Sus padres pasaron todo el día fuera y cuando volvieron, de noche, intentaron convencerlo de que saliese a dar una vuelta y le diese una oportunidad a aquel lugar. Daniel pensó que era probable que saliendo, encontrase algún lugar en el que echarle un ojo a Instagram que además estuviese lejos de sus padres, así que accedió de buena gana.

Seguía sin haber mucha gente, pero sí que encontró un grupo de niños pequeños hacían carreras de bicicletas y algunas parejas que paseaban por la carretera que pasaba junto a la playa. En algunos porches, los vecinos se sentaban a tomar una copa mientras reían y disfrutaban de la tranquilidad del lugar. “Pf, viejos y niños, ¿y qué?” Bajó por una rampa de madera hasta la playa y se sentó en la arena, de nuevo, con la vista fija en el móvil ahora que por fin, llegaba la señal. No tardó mucho en oír voces y risas de gente que se acercaba, así que se levantó, decidido a buscar un nuevo lugar en el que estar sólo, pero antes de poder marcharse, alguien lo llamó.

Una chica con pantalón corto y una larguísima melena castaña se acercó a él. No podía verla muy bien con tan poca luz, pero le pareció que tenía su edad. Tras ella, otro chico del grupo lo saludó. “Eres Daniel, ¿verdad? Soy Marina y él es Iñaki. Hemos conocido a tus padres en la playa. Mañana por la mañana vamos a dar un paseo hasta el faro, ¿quieres venir con nosotros?” Daniel, aturullado por lo directa que había sido la chica, balbuceó algo que ella debió interpretar como un sí.

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LA LUZ DE ALMERÍA
Apenas habían dado las 8.00 de la mañana cuando aporrearon su puerta Marina, Iñaki y los demás. Cuando salió de casa, la luz que había fuera, le encandiló y le hizo cerrar los ojos. Al volver abrirlos, el azul le inundó por completo. El cielo era de un celeste intenso y el mar brillaba con un azul que él nunca había visto. La poca gente que había despierta, hacía una vida tranquila y calmada: pasaban con barras de pan recién compradas de camino a casa, desayunaban en los porches abiertos, se saludaban unos a otros con amabilidad… Todo le parecía familiar, allí era como si todo el mundo se conociese desde siempre.

El camino, empinado y sinuoso, fue una de las caminatas más duras que Daniel se había dado nunca, acostumbrado a ir en bus o en coche a todas partes. Pero el esfuerzo mereció la pena. Durante el camino, Marina y los demás le hicieron preguntas, ávidos de conocerlo un poco más y locos por incluirlo en su grupo. Iñaki venía desde el norte cada año a pasar allí las vacaciones. Marina y otros, vivían en Almería, pero los veranos sus familias vivían allí. Otro era de un lugar y otra de otra esquina. Sólo se veían en verano y ese era parte del encanto del lugar.

El mar se abría ante él, infinito y lleno de vida. Le hacía sentirse tranquilo y, a la vez, lleno de energía. Sin quererlo, una enorme sonrisa se le había dibujado en la cara con tanta fuerza que le dolieron las mejillas. A los pies del faro, que lideraba la costa como un guardián eterno, el Arrecife de las Sirenas dejó a Daniel sin palabras: el azul vibrante del mar acariciaba las rocas que, según le contó Marina, se llamaban así por las focas monje que antes  descansaban allí. “¿Quieres verlo de más cerca?” Marina lo cogió del brazo y, sin previo aviso, lo hizo bajar por un camino de tierra hasta el nivel del mar. Allí, siguieron unos raíles de metal hasta la la pequeña abertura que enmarcaba el arrecife.

Allí, Marina, radiante de felicidad, se deshizo de su ropa, quedándose en bañador y caminó hasta la orilla. Las suaves olas acariciaban su piel y la brillo del sol sacaba reflejos dorados de su cabello. Lo miró y sonrió, bañada por la luz de Almería.

Por María del Mar Martínez Sánchez.

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